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Es la hora de l@s niet@s.
Este es un espacio libre para publicar todo cuanto hayamos podido recuperar de nuestr@s abuel@s y familiares, esos recuerdos que nos han negado durante tantos años.
Para dejar constancia de nuestros sentimientos, nuestros recuerdos, nuestras historias; para que nada quede en el olvido.

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domingo, 19 de mayo de 2013

Mi bisabuelo Andrés

Por Sol Gómez Arteaga  
(En el Fuerte San Cristóbal el 19 de Mayo de 2013)

Traigo a este lugar  de memoria la memoria de mi bisabuelo, Andrés Callejo Carriedo, natural de Valderas (León), de 59 años de edad, casado, de profesión jornalero. Condenado a pena de muerte le fue conmutada ésta por la de prisión perpetúa. Estuvo confinado durante siete años en las cárceles de San Marcos (León), Fuerte de San Cristóbal e isla de San Simón (Pontevedra). Fue uno de los 795 presos que el 22 de mayo de 1938 se fugó del Fuerte. A través de la memoria de mi padre he intentado meterme en su piel y narrar el momento de su captura.

Era mediodía cuando me encontraron. El tibio sol de mayo me templaba el rostro, pero yo estaba tiritando y de rodillas. El más joven de los cuatro falangistas iba delante exhibiendo una bandera con el yugo y las fechas. Llevaban a cinco compañeros con las manos atadas, los rostros demacrados y abatidos. “Vamos, viejo, levántate. El viaje ha terminado”. Intenté incorporarme, lo intenté con todas mis fuerzas, pero mis piernas, entumecidas y torpes, parecían dos troncos de encina anclados al terreno. Esa noche había sido la más intensa de mi vida. 

Desde que oímos en el comedor el grito de “Las puertas del Penal están abiertas”, un torbellino de acontecimientos se sucedieron: al desconcierto inicial siguieron las voces cada vez más altas, los vivas a la República, los pasos apresurados, las carreras… Antes de salir me acerqué al túnel donde dormía y rasgando la almohada, metí dentro mis pertenencias: una muda limpia, la foto de tu abuela Ulpiana y el saquito donde guardaba las monedas. Até un nudo y salí con los demás, adentrándome en el monte, corriendo, al principio, como un animal ávido de luna, ebrio de libertad. 

Cuando oí los primeros disparos cruce atemorizado un río, y sin querer, solté la almohada que de pronto fue arrastrada por la corriente. Seguí caminando sin rumbo, con la impresión, a veces, de no avanzar hacia ninguna parte, pero el instinto me decía que tenía que seguir adelante, que no podía caer en el desaliento, que si me paraba, sería mi perdición. No sé las horas que anduve monte a través. A medida que empezaba a clarear, el cansancio y la debilidad y el hambre iban imponiéndose, y por más que mi cabeza ordenaba avanzar al cuerpo éste, díscolo, no me respondía. Un hombre de sesenta años es casi un viejo y yo tenía, hijo, las piernas tomadas por la humedad y por el frío. 

Casi de madrugada, caí desfallecido. Creo que dormí a intervalos. Fue en uno de esos momentos, ya bastante avanzada la mañana, cuando les vi aparecer, como en medio de un espejismo.
No me pasó desapercibido el gesto con la cabeza que el falangista más veterano le hizo a su subalterno. Ni como éste sacó la pistola del correaje y se puso a mi lado. Era el final, sabía que era el final. Por eso dije “Decirle a mi mujer que tenga ánimo para cuidar a todos, sobre todo a nuestros nietos. Se llama Ulpiana Ortega, de Valderas”. Supongo que sabía que no iban a cumplirlo, pero lo único que me quedaba era la palabra, y no quería renunciar a ella. 
Uno de los falangistas, que hasta ahora no había intervenido, preguntó: “¿Valderas has dicho?”. “Sí”. “Yo trabajé de aprendiz en la ebanistería de Roque”. Nos miramos fijamente. Creí reconocer en su rostro curtido al joven gallego, como le apodábamos, que durante una temporada estuvo en el pueblo aprendiendo el oficio de carpintero. Se acercó al dirigente y le susurró algo al oído. “Soltad las muñecas a esos dos y que le lleven a hombros”. Fue así como salvé la vida,  por segunda vez.

Sentado en el poyo de la puerta mi abuelo se quedó mucho rato abstraído, como si estuviera muy lejos, en el Fuerte, y volviera a verle el rostro al horror. Era tan serio su semblante que me pareció mucho más viejo. “Otros” añadió después de mucho rato, “no tuvieron tanta suerte. Tu padre, entre ellos. Que no se olvide”.   
Luego sacó una pelota de trapo del bolsillo, de esas que hacía con sus propias manos, y recuperando su gesto risueño, la lanzó cuesta abajo:

-Y ahora, ándate a jugar, demonios de muchacho.